Los egipcios imaginaban los infiernos como un complicado paisaje de ríos o islas, desiertos o lagos de fuego. Para acceder a él, o para aplacar o vencer a los dioses o demonios que lo habitaban, el alma tenía que convertirse en héroe-mago. A partir de finales del III milenio a. C. se grabaron conjuros en el ataúd de las personas adineradas y de alto rango, y más adelante, estos conjuros pasaron a formar parte de un cuerpo de textos denominados Libro de los Muertos. A partir del siglo XVI a. C. se enterraron rollos de papiros con secciones ilustradas de este libro junto a los egipcios acaudalados. Se representaba a los difuntos superando los peligros de los infiernos, como los cuatro cocodrilos del Occidente.
Al entrar en el salón del trono de Osiris, el difunto tenía que declararse inocente de diversos delitos ante los cuarenta y dos jueces de los infiernos. Se pesaba el corazón (es decir, la conciencia) en una balanza, con el contrapeso de la pluma de la diosa Maat, personificación de la justicia y la verdad. Un monstruo femenino, la Devoradora de los Muertos, se acuclilla bajo la balanza, dispuesta a comerse al difunto si el corazón pesa más que la pluma. Podía evitarse el destino utilizando un conjuro que impedía que el corazón declarase los delitos cometidos por su dueño. Quienes superaban la prueba eran puros y se convertían en espíritus con el poder de moverse entre los dioses y en algunos casos se les invitaba a unirse a los millones de seres que viajaban en la barca solar y luchaban contra Apep, la serpiente del caos.