Introducción.
Situado frente a la costa nororiental del continente euroasiático, del que lo separa el estrecho de Tsushima, el Japón está en el este de Asia pero en realidad no es de Asia. Su historia, en el sentido estricto de una tradición histórica culta, comenzó en época tardía según los patrones occidentales: convencionalmente, se fecha en el año 552, cuando el rey del reino coreano de Paekche (cerca de la actual Pusan) envió unos misioneros budistas al emperador del Japón en un gesto de buena voluntad. En aquella época, la principal institución japonesa era el uji o clan. Cada uji controlaba su propio territorio y estaba formado por plebeyos y aristócratas, y casi con toda certeza tenía su propia mitología, que se centraba en un antepasado divino.
Al principio del siglo VI, uno de estos clanes (a los que en algunos casos se denomina Yamato, de la región del Honshu central que aún lleva este nombre) impuso su hegemonía sobre los demás y, por extensión, también sus antepasados divinos. La familia imperial, cuya línea se ha proclamado hasta la época actual, se convirtió en foco de la mitología japonesa.
La religión nativa del Japón, el sintoísmo, se basa en la adoración a múltiples dioses, espíritus y objetos de veneración. Su mitología gira en torno a narraciones sobre Amaterasu, diosa del sol y las peripecias de sus descendientes, que unificaron al pueblo japones. Con la llegada del budismo se inició una época de préstamos culturales, en principio de Corea y después de China, la "civilización madre" del este de Asia. El budismo se mezcló con el sintoísmo de una forma muy compleja, pero a partir del siglo XVII se produjo un fuerte renacer de la religión nativa, que culminó con la adopción del sintoísmo como religión estatal con el gobierno Meiji (1868-1912)