

Fundamentalmente en el culto azteca, si bien no tanto en la mitología, Tlaloc era un dios importante al que se rendía culto de forma especial en las fiestas rituales de los meses de Atlcahualo y Tozoztontli, épocas en las que se ofrecía el sacrificio de niños a las cimas de las montañas. Si las víctimas lloraban, su llanto se consideraba buena señal, pues simbolizaba lluvia y humedad.
La elevada posición del dios queda reflejada en su santuarrio, que compartía la cumbre sagrada del Templo Mayor con el de Huitzilopochtli, dios azteca de la guerra y el sol. El santuario de Tlaloc estaba pintado de blanco y azul, el del dios de la guerra del blanco y rojo, y los sumos sacerdotes de ambos tenían el mismo rango.
Como el señor de la fertilidad, Tlaloc dios su nombre al cielo azteca, Tlalocán, concebido como un paraíso terrenal en el que abundaban la comida, el agua y las flores y al que solo tenían acceso quienes habían muerto a manos de Tlaloc, ahogados o fulminados por un rayo. Normalmente se incineraban a los muertos, pero quienes morían de esta forma o por enfermedades relacionadas con el agua especialmente asociada con el dios, como la hidropesía, eran enterrados con un trozo de madera seca junto al cuerpo, que se cubrirían profusamente de hojas en Tlalocán.