El papel de Huitzilopochtli como encarnación de la ideología azteca sobre el sacrificio queda ejemplarizado, de una forma horripilante, en las actas del emperador Ahuitzotl, que consagró al dios el Templo Mayor en la ciudad isleña de Tenochtitlán, en 1486, confiriendo carácter sagrado a la ocasión con la ejecución ritual quizás de 60.000 víctinas.
Venerado como guerrero cosmológico e identificado con el dios sol, Tonatiuh, Huitzilopochtli constituía el centro del culto azteca al sacrificio. Los aztecas se consideraban el pueblo elegido de su dios; su divina misión consistía en librar guerras y alimentar a Tonatiuh con la sangre de sus prisioneros, manteniendo así en movimiento al quinto sol.
Decorado con calaveras blancas sobre fondo rojo, en el santuario de Huitzilopochtli del Templo Mayor se arrancaba el corazón de innumerables víctinas con un cuchillo de obsidiana o silex, se ofrecían al sol y se quemaban en el quetuhxicalli o vaso del águila. Después se arrojaban los cadáveres a la imagen de Coyolxauhqui, en una repetición de la heróica victoria de Huitzilopochtli en Coatepec.
Se denominaba quetuhteca o pueblo del águila a los guerreros que perdían la vida en combate o en el altar sacrificial , y se creía que tales guerreros formaban parte póstumamente del deslumbrante séquito del sol durante cuatro años, transcurrido los cuales vivían para siempre en el interior de cuerpos de colibrí.
También se aprecia la obsesión de los aztecas por la sangre en la conducta de los sacerdotes, que se ofrecían a sí mismos en sacrificio como penitencia: sangraban atravesándose las orejas y la lengua con cordeles con púas. El clero azteca estaba presidido por el sumo sacerdote de Huitzilopochtli, Quetzalcóatl Tote Tlamacacazqui (Serpiente Emplumada, Sacerdote de Nuestro Señor) y por el Tlaloc.